Los uso para poder dormir y para que el tiempo en los aviones se pase pronto. Mucho he aprendido de un par de ellos, con sus cubiertas llenas de promesas y sus números sorprendentes en ventas. No me quiero engañar: genuinamente los disfruto. Me gustan. Repletos de obviedades que deben decirse porque se olvidan con facilidad, los libros malos me entretienen con sus estructuras bien definidas y sus tamaños perfectos. Anécdota, cifra, conclusión. El último que llegó a mí lo escribe una aparente celebridad del Tik-tok: Hayley Morris. Una mujer inglesa que entre pasajes biográficos de humor intrascendente y franco va dejando un par de verdades regadas por el desastre de su juventud. Se llama Yo contra mi cerebro (Me vs my Brain). Lo compré hace poco, a la espera de un vuelo, en el escaparate estrecho de best sellers de una tienda de aeropuerto donde todo sucedía de afán. El verdadero negocio de las aerolíneas: la prisa. Hayley cuenta en las primeras páginas —antes de entrar en temas más rotundos como su sufrimiento por la tardía llegada de su primera menstruación— que desde niña posee un enemigo superior y constante, su mente. Esta vez, encarnada en una voz que le repite sin compasión que ella nunca será suficiente y que ante aquello que se proponga, fracasará. La voz retorcida de una conciencia manipuladora y sádica que va abriéndole paso, como un guardia de seguridad brusco y vestido de negro, a la llegada de la ansiedad. La incapacidad —más o menos— momentánea de detener el pensamiento, le digo yo. Ahora hablamos mas de eso con mis amigos. Entre más nos endurecemos más aceptamos lo frágiles que somos. Unos días atrás, y ante la noticia del suicidio de un joven abogado, cruzamos un par de mensajes en esos pequeños infiernos y elíseos que son los grupos de Whatsapp. Mucha presión social, decía uno. Toca aprender a fracasar/la vida es eso, decía otro. Tenía dos hijos/muy dura esa muerte/debió tener muchos problemas, finalizó el último. Esa tarde me quedé pensando en esa voz implacable que tantas veces me visita y que casi siempre logro silenciar. La conozco bien: hace mucho que está conmigo. Una marea que tarde o temprano cesará. Confieso que a veces —solo a veces— le presto atención y coincido con ella. Nunca seré suficiente. Minutos más tarde me recuerdo a mí mismo que nunca se trata de bastar o de alcanzar algo o a alguien. Como decía Wilde, en un libro bueno, existen dos grandes impostores en la vida, el éxito y el fracaso. Cada uno tan traicionero como pasajero. Hace rato que quería escribir sobre este tema y que mejor día que este. Anoche soñé que viajaba en el tiempo y me mudaba a los ochenta, me montaba en un bus y visitaba el centro de Bogotá. Todos tenían sombrero. Viejos amigos me acompañaban. Todo era más opaco de lo que imagino que era. Me levanté tranquilo y contento por el sueño. Mecido por él. Un pensamiento repentino me llegó: la ansiedad es la interrupción de la gratitud que corresponde con vivir. Lo pensé por un rato. Catalina me hizo un café. Mi hija se levantó para ir al colegio. Todo sigue en orden. Esta mañana la voz implacable es un susurro. 43 palos.
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