Me daba cierto remordimiento. En esa época la excusa era siempre la misma: todos los demás lo están haciendo; así que da igual. De antemano sabía que no era lo correcto, pero acceder a una biblioteca infinita de música gratuita era demasiado tentador. Llegaba de la universidad, y mientras estudiaba las teorías de la justicia, descargaba canciones de autores que casi idolatraba. Una contradicción tan evidente como silenciosa. En una de esas ocasiones, un torrente me sorprendió (para los jóvenes lectores, un torrente era el archivo de otro computador del cual se obtenía la música). Esa tarde y por casualidad supe de una canción asombrosa de Joan Manuel Serrat. Sin querer llegó a mi vida una elegía maravillosa, Seria Fantastic; un recuento de deseos y anhelos desde la simpleza de la cotidianidad. Lo más fascinante, durante esa época en que la oí casi a diario, era prestarle atención a la introducción, que consistía en la traducción hablada en castellano de la pieza cantada en catalán. Solo aprendí un estribillo que me sirvió después para impresionar a los amigos de mi buen amigo José Sabate, en una de las noches más felices de mi vida en las ramblas de Barcelona.
Anomenant les coses pel seu nom significa llamar a las cosas por su nombre. Ese estribillo en particular, se convertiría con el tiempo en un hábito moral que me ha granjeado un par de problemas merecidos de los cuales no me arrepiento. Es probable que uno de las circunstancias culturales más destructivas de las sociedades latinoamericanas es su incapacidad para hablar con claridad. Como decía mi profesor de inglés, José Carvalho, un albino nacido en Nueva Inglaterra de familia portuguesa y lengua multada: el español es el idioma que usa el mayor número de palabras para decir el menor número de cosas. En efecto, es suficiente con oír una entrevista en la radio de la mayoría de funcionarios públicos de Colombia para entender el absurdo de convertir al simple ruido de vocales y consonantes en un discurso eterno.
En honor a esa claridad hoy quisiera llamar a dos cosas por su nombre. La primera, las redes sociales son industrias que basan su éxito en provocar y agravar las adicciones de sus usuarios. Y la segunda, por consecuencia, muchos de los usuarios son adictos (cada vez más indefensos) a la presencia y a la reacción en esas redes. Ambas realidades, están debidamente soportadas en el aterrador libro Minimalismo Digital de Cal Newport. Como profesor de informática de la universidad de Georgetown, Newport insiste -no es el primero- en que el negocio de las redes sociales, llámese Tik-Tok, Instagram, Facebook, Be Real o cualquier otro, tiene un antecedente histórico en su infame inmoralidad: la industria tabacalera. Así como los cigarrillos de hoy son más adictivos que los cigarrillos de hace cincuenta años, las empresas propietarias de las redes sociales aprendieron que el éxito de su negocio depende de diseñar estrategias y construir tecnologías para hacerse cada vez más adictivas. Estas industrias saben muy bien del daño, muchas veces irreversible, que le causan a las personas y sobre todo a los niños y jóvenes. El problema de salud pública que está causando su codicia tumorosa los tiene sin cuidado.
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