Seguramente no soy el primero que lo dice, pero es que lo acabo de notar. Tengo el hábito de llegar tarde a las revelaciones desde que era un niño. Anoche, mientras veía el emotivo documental Muchachos, sobre la victoria argentina en el mundial pasado —narrado con la voz del grandioso Guillermo Francella—, me di cuenta del parentesco innegable que existe entre el fútbol y el cine. Ambas son ficciones sobre la voluntad humana, con elementos en común que hacen que las experiencias de la sala y el estadio, al menos para mí, sean muy semejantes. Ambas , también, son alivios de la realidad a la que imitan. El futbol es una simulación menos sanguinaria de la peor invención del hombre, la guerra. Y el cine es un intento reiterado por describir —y explicar— nuestra naturaleza. Si se tratara, que no lo es, de categorías , conjuntos e intersecciones, el cine seria el género y el futbol la especie. Tal y como un hijo que en apariencia no se ve como su padre pero que camina igual, mastica igual y se rasca el entrecejo igual.
De paso, ambos artificios, tan proclives al espectáculo y la distracción que ahora abundan, plantean la relación narrativa más antigua de todas: el héroe y el villano. La gran ficción que desde siempre ha convencido al hombre de que una camiseta de otro color, así como otro pensamiento u otro sistema de vida, son suficientes para iniciar una confrontación irremediable. Una ventaja del fútbol sobre el cine es que en cada partido, la audiencia esta partida en dos segmentos antagónicos mientras que en la sala existe cierta unanimidad entre buenos y malos; que solo en las obras maestras saben confundirse. El futbol es un asunto de lealtad y el cine es un asunto de astucia. En cualquier caso, la misma endorfina, la misma sensación pasajera de esperanza, es expelida cuando ganan los nuestros y pierden lo otros. Nos gustan los finales felices y sobre todo que el equipo gane en el último minuto. Y allí otra semejanza: que la calidad del relato dependa de la adversidad y sobre todo, de cómo se supera. Por eso supongo que fue tan fácil hacer películas de la Argentina del último Messi; he visto tres. Esa copa mundo —para muchos la mejor de todos los tiempos— fue una oda al revés y el obstáculo. Por no hablar de la recompensa que todo creyeron justa al mejor de nuestra época. Y fueron felices para siempre. Así los siempre no duren nada en América Latina.
No fue el mismo futbol el que vio mi papá, en el 70 y el 86, al que veo yo. Ni tampoco es el mismo cine que vio mi abuelo al que hoy se presenta en las salas repletas de cuchicheos de crispetas. Y la razón parece clara: las épocas del cine y del fútbol están marcadas por sus protagonistas. De su personalidad y del ejercicio de su oficio. De Garrincha a Marlon Brando, de Pelé a Sofía Loren, de Maradona a Charlie Sheen o de Cristiano Ronaldo a Bradley Cooper. Cada época es distinta porque marca un estado emocional de sus tiempos y eso se refleja en cómo se juega el fútbol y cómo se escribe y se dirige el cine. Nada más basta intentar contar una historia cuando comienza una guerra o ver cómo se patea un balón en una cancha cuando se firma un armisticio. Cine y futbol son diagnósticos de las realidades que habitan.
Pero se me ocurre que la semejanza más contundente tiene que ver con la inminencia de la revancha. La imaginaria que permite concebir finales distintos e imposibles y las reales y tangibles, en forma de secuela o de partido de vuelta. Quizás ahí reside lo más humano del fútbol y del cine: que a veces los chicos les ganen a los grandes y que los héroes no hayan sido coronados por dioses sino que hayan salido de Villa Fiorito. Y que es suficiente un impulso aguerrido de la voluntad para hacer temblar a los poderosos y un último aliento convertido en llanto para derrotarlos y hacerlos llorar su arrogancia. Ni el futbol ni el cine son ejercicios de justicia pero sí que lo son de la esperanza. Por eso nos conmueven tanto; para eso fueron inventados. El niño pobre que se escabullía para ver películas en una cinemateca de Sicilia con la complicidad de un anciano idealista y el niño sonriente y despeinado que decía que soñaba con ser campeón para quitarle el hambre a su mamá y darle un techo, son el mismo personaje. Son uno solo. Protagonistas inspirados con una idea infantil de grandeza; esa misma que nos permite despegar los pies de la tierra, para viajar a otras galaxias a la velocidad de la luz o para hacer un gol con la mano y ganar una guerra que hace rato se había perdido.
Maradona, la estrella de cine.
Comments