Cuando lo conocí me impresionó. Su estrafalaria facha de pantalón de pijama y chaqueta larga de cuero vinotinto (lo que en mis épocas suponía una suerte de herejía) no se compadecía con su hablar esmerado y cuidadoso. Le gustaba comentar sobre libros inmensos pero escasos, se emocionaba con las historias de orientes lejanos y desconocidos y, con frecuencia, ponía en pausa su disposición racional al defender -a dentelladas- al futbol colombiano (es hincha rotundo del América de Cali; vaya usted a saber porqué). En esa época, mi amigo J tendría un poco más de veinte años pero siempre sentí que era mucho más viejo; aún hoy me causa esa impresión. Por él me enteré de decenas de autores que desconocía y que leí siendo un adolescente. Aunque debo admitir que muchos títulos siguen en la lista de espera, incluyendo su adorado En búsqueda del tiempo perdido de Marcel Proust, debo agradecerle haber sido mi primer librero. Asimismo, ha sido un buen amigo. Me consta.
Una de los atributos más enriquecedores de J es que sabe adaptarse. Le va muy bien en una fiesta multitudinaria como ante la más feroz de las soledades. Además, calla mejor de lo que habla, lo que -imagino- le da una ventaja sobre la mayoría de nosotros. En los últimos años, con la llegada de las redes, encontró un refugio en Twitter ( o X como ahora se llama) en el que sintió el golpe y la frustración de las opiniones irresponsables y enmascaradas. Alguna vez lo reprendí por dejarse tentar por debates insulsos y desequilibrados: nada pierde quien poca estima tiene de sus opiniones. El algoritmo privilegia lo inmediato y desarma a quien se detiene a pensarlo dos veces. J ha sido profesor por veinte años, con jornadas más fáciles que otras, pero siempre convencido de la inmensa dicha y la perplejidad que causa estar enfrente de mentes dando sus primeros pasos hacia la soberanía (o el hartazgo) intelectual. Hoy por hoy J siente que debe tomar asiento y detener su carrera docente. Cuando me lo contó confirmé que más que un hombre de convicciones es un atento observador de sus propios cansancios.
Tres de mayo de 1808, Francisco Goya
Por eso tampoco me sorprendió cuando, ese mismo día, me confesó que tenía una extraña pero cada vez más recurrente sensación: no tener nada que decir. Hace meses se fue de Bogotá, y decidió vivir una vida lejos de la prodigalidad de la ciudad. Tanto silencio y tanta calma han hecho efecto en él: sabe que hay más sabiduría en contemplar el retoño de una flor púrpura que rebatir el disparate de algún gobernante de turno. Sin embargo, en su confesión pude percibir cierta vergüenza o cierta culpa. Era obvio, lleva mucho tiempo teniendo mucho que decir y terminó por malacostumbrarnos. Para mí, que lo conozco bien, se trata de una simple parada técnica. Ya volverán los días de los debates y las disquisiciones. Y si no volvieran, no se borraría del todo lo que J nos ha permitido, con su amistad constante, descubrir y describir. Algo quedaría y eso le debería provocar algún alivio: si llegara a necesitarlo.
Nada de malo tiene dejar de hablar cuando todo el mundo lo está haciendo. Es posible que esa facultad de antaño. que requería cierta preparación (o al menos digestión) de cualquier tipo de idea, haya mutado -malamente- en el hábito menesteroso (aunque rentable) de decir cualquiera cosa. Mucho me me temo que las redes sociales abarataron tanto el derecho a la opinión que hoy en día fue despojado de cualquier responsabilidad, mesura o sensatez: lo que no cuesta se hace fiesta, decía mi abuela. Lo que no pudo anticipar mi vieja es el desastroso carnaval en el que se convirtió el debate público en el que una cuenta de correo es suficiente mérito como para debatir la redondez de la tierra o hacer interpretaciones sobre la ley de la gravedad. Nada se pierde J al decidir dejar de participar. Lo lamentable es que cada vez sean más los casos de personas valiosas que abandonan los debates, ya sea por miedo, repugnancia o frustración. Una circunstancia sumamente delicada, teniendo en cuenta que allá donde callan los prudentes, gritan los bárbaros. Ni J ni los otros se arrepentirán de su decisión; cada vez cobra más sentido. Los arrepentidos y perjudicados, sin duda, seremos otros. No es lo mismo andar en pijamas que entre cuchillos.
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