Ya medio año. Estoy a punto de completar cincuenta entradas en el blog; solo me falta una. Espero no poder -y no querer- detenerme. Seguir; ejercicio tras ejercicio. Cada párrafo difícil, como una colina empinada, me duele en los cuádriceps. No hay peor afán que el que se impone uno mismo. Hace dos noches le envíe a la editora el manuscrito de mi primer libro.“Las Mecánicas del Vértigo”, se llamará. Llevo meses disciplinando la afición al imaginarla como un oficio y el ruido se detuvo por ahora. Cerré la ventana y halé el cordón de la cortina. No puedo confiarme. Evito contemplar las preguntas desconsideradas de los otros y suspendo las exageraciones propias. Al fin y al cabo, son solo palabras dichas y su condición es perderse hasta esfumarse: solo muy pocas quedan flotando sobre la memoria. No hay mucho en juego o quizás, todo lo es. El único consuelo, el verdadero, es que al menos estoy escribiendo. No miro a los lados: allá tú y allá tu mundo. El quehacer es una decisión que deja atrás las excusas de lo útil y lo oportuno: esa manía de contar con los dedos que termina por paralizar. ¿Soy bueno? ni lo sé ni me importa. Ya me sacudí la arena del impostor bajo la cual estuve enterrado. Es hora de abandonar la playa en silencio.
Manos de Silencio, Oswaldo Guayasamín
Ya lo he dicho en otras ocasiones, es la mejor lección que me ha dejado el grafiti. Hacer, hacer y hacer, sin aspavientos o salvoconductos. Supongo que en eso consiste la pérdida del pudor. Ese habitante extraño que llega con los años y nos impone su agenda de inmovilidad y mutismo. Decían los estoicos que una forma de conseguir la felicidad es impedir que el mundo doblegue y someta a los pensamientos internos. Ese afuera que mancilla la voluntad entre permisos y recomendaciones. El pudor es un boquete, en forma de pregunta terca, donde a hurtadillas entran la inseguridad y los complejos. Un traidor que permite la invasión de las opiniones ajenas estridentes; disfrazadas de consejo, broma o de experiencia. Poco se puede hacer mientras se espera un turno para conseguir una licencia. La ventanilla cierra a las cinco. Toda tribuna termina por convertirse en un tribunal.
Y aunque el ruido de los otros, como el martillo odioso del vecino, es inevitable, siempre queda la alternativa de la indiferencia. La sabiduría de los oídos sordos. Mucho tiempo se pierde cuando se trata de comprender y traducir los cuestionamientos de los demás. Por no mencionar, cuando se intenta adivinar sus intenciones. El silencio, muchas veces, no es la ausencia del ruido. Más que todo, es un pacto fronterizo entre el afuera y el adentro. Y sin silencio, sin ese pacto, es muy difícil concretar la versión sublime del hacer que es el crear. Probablemente, a fuerza de insistir se termina por aparecer, en atuendo de espanto, la vocación; eso que los irresponsables llaman destino y los aburridos naturaleza. Me costó mucho empezar y me sigue costando continuar, pero me siento como aquel perdido que tuvo que escoger ente dos caminos y más adelante, sin ya poder regresar, solo le quedó una alternativa: asumir que el camino correcto era el que había escogido.
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