La capilla del colegio era un recinto amplio con vitrales redondos en la parte superior de dos paredes blancas. Dos naves repletas de sillas alargadas de madera marrón ocupaban casi todo el piso brillante de mármol. Unas veinte filas a cada lado, calculo. Puedo equivocarme, solo aprendemos a contar bien de viejos. En ese lugar hice la primera comunión; me confesé por primera vez y fui castigado por mis pecados sinceros; me gradué de bachiller con un saco que no se compadecía de mi último estirón de adolescente y; me despedí de la religión por décadas. Luego regresé cuando entendí que ser católico es una renuncia justa para poder honrar a mis muertos. La vida espiritual es una transacción más.
En ese lugar, todos los primeros viernes de cada mes, con la mayoría vestidos de corbatas de resorte, asistíamos a misas que entrenaron mi paciencia y me confundieron entre parábolas intocables. De esos días me quedó el gusto por el “daos fraternalmente la paz”, un momento en el que se podía romper la compostura y vencer a la casi irresistible somnolencia. Sin embargo, la capilla no era un lugar exclusivo para liturgias, también, ya en sexto o séptimo grado, asistíamos a sesiones de coro con Juan Fernando, un profesor de música que se murió muy joven y que le gustaba enseñarnos canciones de protesta. Ahí supe de Serrat, de Mercedes Sosa y de Piero. Canté los pálpitos de una época ya muy borrosa que luego se volvería a aparecer -y desaparecer- en mi vida. La capilla era uno de los pocos lugares silenciosos del colegio, tan ruidoso y atropellado: un espacio inmejorable para las primeras veces. Esa tarde sería una de las tardes más importantes de mi vida.
En ese momento no lo sabía. Fue un par de años después, cuando el tiempo y la memoria le dieron su lugar. Estaba por acabarse la semana cultural de 1997 y los alumnos de décimo fuimos invitados a una lectura de cuentos. No recuerdo haberme entusiasmado; aunque ya había nacido en mí la inquietud de trabajar la palabras (sin saber mucho de qué se trataba o de cuánto tardaría). Casi setenta jóvenes ingresaron a la capilla con la impaciencia propia de esa etapa maravillosa e idiota que es la adolescencia. El coordinador de formación, Alirio, un tipo tan justo como tenebroso, nos exigió estar en silencio. Tanto era el respeto que los deformes monstruos que éramos nos callamos de inmediato. Parecía misa pero no lo era. Un hombre joven de pelo largo ingresó al recinto por el mismo lugar donde entraba el cura. Cargaba una caja de madera. Se sentó al frente en la mitad de las dos hileras de jovenes distraídos; se acomodó en la silla. No recuerdo que tuviera micrófonos.
La capilla ya desaparecida
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