La paternidad y la maternidad son una conversación en bucle. La terapia grupal favorita. Como una canción infantil que se repite una y otra vez, madres y padres preferimos hablar de lo mismo con los demás, a como dé lugar. Un pacto tácito entre seres extraviados. Lo padecí cuando no tenía hija y ahora lo hago padecer -sin querer saber- a mis pocos amigos solteros o sin hijos. Supongo que en parte se debe a la inseguridad que nos atraviesa a cada paso y que nos conmina a oír las opiniones ajenas para lograr, luego de un tiempo prudente, confrontarlas con las nuestras. Es un proceso reposado de escucha y juzgamiento: un ejercicio de fronteras imaginarias y espejos que se abominan o se imitan. La tenebrosa relación con los celulares, el tipo de educación predilecto o aborrecido, los castigos de antes y de ahora, la intemperancia de las abuelas y los abuelos. En fin, somos ademanes de adultos llenos de miedo que se justifican como aquel que toma decisiones sin saber muy bien lo que está haciendo. Desde luego, ya no es lo mismo ser papá o mamá que hace algunas décadas; siento yo que todo se ha vuelto más confuso y exhibido y en eso puede radicar tanta incertidumbre. Lanzamos dardos con fichas de ajedrez.
Me dijeron que lloraría al verla y así fue. La Ballena es la conmovedora historia de Charlie (Brendan Fraser), un padre penitente que siente que lo poco que le queda de vida lo debe empeñar para reparar a su hija. No fue menor el daño que le hizo: la abandonó siendo una niña para perseguir el amor de un joven estudiante; que años después moriría matándose de hambre. Solo y destrozado se abandona a sí mismo y encuentra en la comida un veneno lento y deleitoso. Charlie es un mártir que espera que castigando a su cuerpo, que apenas puede moverse por la obesidad mórbida, pueda enmendar sus errores. En el momento más álgido de una de las discusiones con su hija, ya convertida en una adolescente malvada y justiciera, le explica que la buscó y le dejará todos sus ahorros para tener la tranquilidad de haber hecho “una sola cosa bien en la vida”. La película, basada y definida por una obra de teatro con su mismo nombre, que escribió el norteamericano Samuel Hunter, es una oda angustiante a la insalvable y voraz tensión que existe entre el individuo y su dimensión de padre o de madre. Alguien se traga a alguien, sin excepción, y por esto es tan magnífica la metáfora de devorar comida sin poder resistirse.

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