Viaje al centro de la tierra
- Camilo Fidel López

- hace 10 horas
- 3 Min. de lectura
Actualizado: hace 2 horas
Queríamos recordar lo que era. Recuperar la memoria estuvo en el podio de argumentos para tomar la decisión. Una que —de nuevo— cambiaría nuestras vidas. Tener un segundo hijo sería un ejercicio para volver a vivir algo que, a pesar de que solo han pasado cinco años, parecía lejano y diluido. Lo que recordábamos era apenas una serie de fragmentos —algunas veces suplantados por deseos o reproches— en los que aparecían imágenes borrosas que con el tiempo habían perdido gravedad y forma. Cuando los hijos van creciendo, consigo se llevan esos primeros momentos de ser y hacerse madre o padre; la cadencia de la cotidianidad va arrasando con todo. Por eso sentimos la necesidad de revivir la apuesta mayor y cavar otro refugio en la tierra blanda del optimismo: otro hijo en este mundo deshecho. De paso y sabiendo lo sospechosa de la memoria, me dispuse a escribir, unos días después, lo que ahora tengo presente y que pronto solo serán palabras —mas o menos—hilvanadas. El tiempo, como siempre, lo decidirá.
Habíamos olvidado que cuando una hija o un hijo nacen todo se vuelve más estrecho. El mundo reduce, desde sus costados, su tamaño. La casa se vuelve diminuta y se llena de regalos dichosos. En cada rincón se apilan objetos que llevaban tiempo en la bodega; y la presencia inevitable de nuevos ruidos y olores entrañables anuncian que alguien ha llegado para quedarse. Un bebé es un extraño que trae su propio equipaje, dicen por ahí. Han sido horas de perplejidad y ondulaciones. De un miedo atronador que va siendo reemplazado por algún tipo de liviandad. Siento que hasta mi forma de caminar cambió: el paso se ha hecho —otra vez— ligero y consciente, como cuando se camina a la orilla del mar y el piso de arena húmeda anticipa la llegada de las olas.
Hace semanas, por casualidad y fortuna llegó a mis manos el libro Sobre Dios del filósofo Byung-Chul Han en el que el surcoreano —partiendo de apuntes de la filósofa Simone Weil,— hace algunas reflexiones sobre las disfunciones actuales de la espiritualidad. Un casi imposible en un mundo ruidoso e inmediato que, entre otros malestares, impide algunos presupuestos básicos para la presencia divina: el silencio, el vacío y la atención. Es ese último y escaso atributo el que considero más importante. Dios solo sucede en la atención de los seres humanos y, por efecto, nadie distraído puede entablar algún tipo de cercanía o de experiencia mística. Basta detener la mirada y la mente, para sentir de inmediato la presencia divina. Lamentablemente lo que parece tan simple es ahora una labor inconmensurable.
Entonces nuestro problema de memoria ocurrió por no prestar atención. Es una posibilidad. La maternidad y la paternidad están llenas de distracciones: el terror de no ser un padre suficiente y de serlo, el error de brindar más de lo que un hijo necesita, por ejemplo. Probablemente, la primera vez no estuvimos o, llanamente, no podíamos estar atentos. Descuidamos los detalles por imaginar escenarios que siempre estarán sometidos al azar. Supongo que para eso son las segundas veces, para enmendar descuidos e intentar no pisar las mismas baldosas sueltas. Quizás esa fue otra razón, ademas de la desmemoria, que nos llevó a comenzar, con la voluntad convencida y dispuesta de Catalina, de ser papás de nuevo.
Hace casi dos siglos Julio Verne contó una historia que leí en el colegio, pero que por alguna razón regresó a mí en estos días. Un viaje imposible con seres y parajes indescriptibles, lleno de peligros, extravíos y hazañas. Por la agitación e inquietud de este ahora pensé en que el verdadero viaje al centro de la tierra es tener una hija o un hijo. Un destino que, a cada paso, requiere prestar la mayor atención. Justo como cuando se le quiere hablar a Dios y oírlo de vuelta. Sentir su presencia al detenerse en el brillo de unos ojos que por primera vez reconocen como la luz da forma a todo lo que toca. Dios en la mirada de un recién nacido.







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