El fin de semana otro aparente escándalo salió a la luz pública. Acusaciones superlativas caían sobre la alcaldía de Bogotá, la alcaldesa y su esposa. Supuestos miles de supuestos millones habían sido parte de un entramado de corrupción en el proceso de contratación de la alucinación más antigua -y aún favorita- de los bogotanos: el metro. Lo inusual, por supuesto, no fue el medio que construyó el escándalo y que bien ha sabido construir un negocio alrededor de la información artificiosa y ligera. Lo sorprendente fue ver a miles de personas, que semanalmente cuestionan la integridad de dicha revista, lanzarse al pantano de las redes a replicar y dar crédito a las informaciones; sin exigir pruebas o corroboraciones. Una posible respuesta a este desvarío, más allá de un reclamo que apelara a la más llana vergüenza, parece alojarse en nuestro imperfecto proceso racional que, como se ha confirmado, está repleto de parpadeos conocidos como sesgos cognitivos.
La teoría al respecto es tan fascinante como sobrecogedora. A pesar de que nuestros cerebros poseen una incomparable capacidad instalada para procesar su experiencia en el mundo y sus alrededores, en muchas ocasiones, la mente prefiere hacer trampa y actuar de forma casi automática para tomar decisiones e incluso ejecutar acciones; una suerte de atajo cognitivo. En otros casos, permite que las emociones o el contexto sean definitivos para llegar a conclusiones o escoger alternativas saltándose algún tipo de evaluación racional. Al parecer, este fenómeno es una respuesta evolutiva para ahorrar tiempo, e incluso al salvarse el pellejo, a la hora de enfrentar encrucijadas cotidianas que rodean al ser humano desde siempre. Este tipo de reacciones (irracionales o parcialmente racionales) puede explicar nuestro comportamiento arbitrario en los casinos y casas de apuestas (la falacia de la mano caliente) hasta nuestra inclinación por desconocer nuestra propia incapacidad en algún asunto en particular (el efecto Dunning-Krugger).
Eco y Narciso, un amor entre las palabras repetidas y la vanidad consumada.
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